martes, 14 de mayo de 2013


érase una vez 
Yo vi, una vez, un rayo de sol
Ancrugon – Mayo 2011 –


Todos heredamos el mundo que nos dejan nuestros mayores, con sus virtudes y sus defectos, y nosotros lo dejaremos de herencia a quienes nos sucedan… Es ley de vida. Por ello es importante saber respetar lo que nos ceden y mejorar lo mejorable y no estropear lo que es bueno… ¡Qué difícil!...



En el transcurso de la historia de la humanidad se han hecho grandes avances y se han descubierto o inventado cosas increíbles hasta hace poco tiempo. La ciencia nos ayuda a comprender la naturaleza de la cual, no nos olvidemos, formamos parte, y la tecnología nos permite transformarla a nuestra conveniencia… Pero estas herramientas que la inteligencia humana ha creado deben ir acompañadas de una evolución moral y ética en las conciencias de las personas, de lo contrario, el mundo que tenemos en nuestras manos llegará a ser un lugar desagradable y esquivo para la vida.



Este es el tema del cuento que ahora os presentamos, el cual fue escrito para los alumnos de tercero de ESO del Instituto de Jérica – Viver (Castellón – España). Se presentó en una charla coloquio en el mismo centro el 15 de abril de 2011 y durante ella se llevó a cabo una representación dramática basada en el mismo.


YO VI, UNA VEZ, UN RAYO DE SOL, de Ancrugon

Todos los días la misma rutina. La misma voz dulce que te despierta: “Ya es la hora, cariño. Debes levantarte”... es la más sugerente que has encontrado en el distribuidor, aunque tus amigas bromeen por el hecho de que hayas elegido la de una mujer y no la de un hombre... Pero tú lo tienes muy claro... Luego llegas hasta el baño: el agua ya caliente, a la temperatura adecuada para cada momento, la música envolvente, como el aire tibio del secador. Seguidamente pasas al vestidor: una rápida mirada por el catálogo, rozas la imagen elegida y aparece la ropa deseada, siempre diferente, ceñida y sugerente, de suave tacto, con colores fuertes y brillantes... como toda la que viste todo el mundo. Más tarde te acercas a la cocina donde te espera un reconfortante desayuno preparado por una de las mejores empresas alimenticias del planeta: humeante, desprendiendo aromas deliciosos con la propiedad innata de abrir el apetito... sabroso y repleto de energía, aunque te molesta no saber de qué esta hecho realmente... Mientras tanto, en una pantalla holográfica van apareciendo las noticias del día: todo va bien... ¿Acaso lo dudabas?... Sales de tu piso despedida amablemente por la misma voz que te ha despertado: “Que tengas un feliz día.” Te acercas al ascensor donde te encuentras con tus vecinos. “Buenos días”. Los rostros de siempre: inexpresivos, indiferentes, lejanos... El silencio de todos los días... ¿De qué vais a hablar?...

En la calle la luz es tenue, como corresponde a la hora, luego se vuelve más intensa y por la tarde se va apagando hasta que llega la oscuridad, sólo en la cúpula, claro, porque en las noches, millones de luces multicolores de millones de carteles, anuncios, pantallas gigantes, etc. destruyen por completo las posibles tinieblas. Pero ahora, como todas las mañanas, es una luz de amanecer, blanda y fresca, aunque la temperatura nunca oscila más allá de una diferencia de cinco grados entre la más baja y la más alta. Miras hacia arriba, siempre lo haces, aunque sabes que no verás nada, sólo luz y las fachadas de los enormes edificios como gigantescos espejos. Por la calzada se adivinan miles de vehículos, más por el zumbido constante que por las escurridizas estelas de sus figuras y colores... Para cruzar están los pasos, subterráneos o aéreos, por donde un río interminable de personas como mariposas de vistosos colores, pululan de un lado para otro. Los anuncios interactivos te invitan, cuando pasas ante ellos, a obtener, por un módico precio, los maravillosos manjares de lo último en informática, en juegos, en ropa, en perfumes... todo aderezado por una música sugerente y unas imágenes atrayentes, donde todo es felicidad y alegría, lo cual contrasta con la seriedad en los rostros, concentrados en sus propios pensamientos, indiferentes a todo lo que les rodea, porque , a fin de cuentas, siempre todo es igual.

Tras unos pocos segundos de espera en el andén del tren proyectil propulsado por energía iónica, lo que en otros tiempos fue conocido como las “bombas de vacío”, te acomodas en el confortable compartimento que le llevará al trabajo. Total un viaje de cinco minutos para recorrer una distancia de veinte kilómetros. La puerta del vagón se abre justo en la misma entrada del colegio donde ejerces como profesora de una asignatura sin mucho futuro, lo cual unas veces te llena de desasosiego, pero otras, cada vez con más frecuencia, te hace sentir una especie de libertad que te produce una sonrisa.

En el interior del edificio te esperan los eternos pasillos repletos de cientos de adolescentes clónicos, previsibles y ruidosos, todos con sus ordenadores personales, tipo alfombrilla, enrollados dentro de la pequeña mochila en forma de tubo, colgando del cinturón-receptor de ondas electromagnéticas capaces de propagarse por el vacío del espacio y de conducir tanto la información como la energía necesaria. De vez en cuando, una pareja de vigilancia cyborg patrulla entre ellos, indiferente a cualquier atisbo de sentimiento, atenta a cualquier pequeño desorden o en busca de algún material no permitido, como medida dictada por las altas esferas políticas para imponer el respeto y los buenos modales entre la gente estudiantil, lo cual, naturalmente, provoca el efecto contrario, y las bromas y las burlas crean una nube de risas sobre las cabezas rapadas aderezadas de purpurina que los guardianes del orden, perfectamente programados, prefieren ignorar.

Cuando llegas ante la puerta de tu clase, te detienes frente al escáner ocular que lee tu identidad correcta y ordena abrirse a la cerradura de seguridad. De nuevo una voz amable te recibe dentro de una habitación adecuadamente iluminada y con la temperatura exacta: “Buenos días, señora profesora”. No te molestas en responder al ordenador central, él no va a enfadarse... Te diriges a tu asiento ergonómico, desde donde presides cuatro filas de seis sillones cada una, no mucho menos sofisticados aunque menos imponentes, pues hay que guardar las distancias y la posición... Una melodía de moda informa a los estudiantes que es la hora de comenzar las clases. y oleadas de voces y risas inundan el aula antes silenciosa. Tú ordenas con pretendida seguridad: “Por favor, guardemos silencio y ocupemos nuestros lugares.”

Mientras los alumnos se van haciendo a la idea, tú miras alrededor y observas las imágenes tantas veces soñadas que cuelgan de las paredes: bosques, montañas nevadas, verdes prados adornados de flores, ríos cristalinos, mares bravos y espumosos, animales de todas las especies pululando por doquier, grandes y pequeños, pacíficos o terribles... y todo coronado por un cielo de un azul imposible moteado, de vez en cuando, de nubes blancas o grises e inflado de vida por la luz de un sol que se supone su existencia, pero que nadie hace siglos ve. Sin poder evitarlo, se te escapa un suspiro...

“Abrid el archivo 2435.” Todos despliegan sus ordenadores sobre los pupitres y ante ellos aparece la fotografía de una rosa de un rojo sanguíneo envuelta en la frescura de gotas de rocío. “Eso era una rosa...- Dices con voz trémula que intenta ser neutra.- Era un tipo de flor. Es decir, uno de los órganos sexuales de los vegetales. Ya sabéis, una especie autótrofa, lo que quiere decir que, a diferencia de los seres humanos y otros animales que por aquellos tiempos existían, se producía su propio alimento...” Y en ese instante oyes risas ahogadas entre tus alumnos. “¿Qué ocurre?”- Preguntas. Al principio nadie responde, pero una red de miradas burlonas cubre la estancia. Te pones en pie y te colocas frente a tu mesa mirándoles de manera que pretende ser inquisidora, pero que en el fondo la sabes de desesperación. En ese momento el alumno más osado, el cual, estás segura, que no coincide con el más inteligente, sino con el que menos vergüenza tiene, pregunta. “¿Para qué nos va a servir todas estas chorradas?” Ahogas un grito, porque quieres gritar, pero no debes... tienes que guardar la compostura, tienes que disimular. “Querido, - respondes –esta asignatura es Ciencia de la Antigüedad y en ella estudiamos todo aquello que existía en la naturaleza y que no debemos olvidar por si alguna vez volvemos a encontrarlo.” Ahora las risas son declaradas y generales. “¿Pero quién se va a creer esas tonterías de animales y plantas, bosques y montañas?...”- El chaval se crece al ser el centro de atención. – “Todo el mundo sabe que esas cosas no han existido nunca, son simple producto de la fantasía...” Algo que va creciendo te corroe las entrañas. Y se escucha una voz femenina con la seguridad de quien se sabe admirada de antemano: “¿Por qué no le llaman Mitología?, ¿No es esa la asignatura donde se estudian los cuentos del pasado?” Una salva de aplausos apoyan la propuesta. Te callas y miras hacia uno de los dibujos que representa un bonito paisaje idílico en el ocaso y, al final, dices, más para ti que para ellos: “Yo vi, una vez, un rayo de sol.” ... Y la clase al completo estalla en una carcajada general.
 
En aquel preciso momento, en el mayor de los secretos, varias naves espaciales despegan desde la cúpula uniforme que envuelve el planeta, con la orden gubernamental de buscar desesperadamente otros mundos donde la vida sea algo espontáneo, sólo manipulada por la luz de una cálida estrella y acariciada por el viento natural bajo un cielo azul.

Castellnovo febrero 2011




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